Ella le preguntó: “¿A cuánto vendes los huevos?”
El viejo vendedor respondió: “$0,25 el huevo, señora”.
Ella le dijo: “Tomaré 6 huevos por $1,25 o me iré”.
El viejo vendedor respondió: “Ven y llévalos al precio que quieras. Quizás este sea un buen comienzo porque hoy no he podido vender ni un solo huevo”.
Tomó los huevos y se fue sintiendo que había ganado.
Se subió a su elegante coche y fue a un restaurante elegante con su amiga.
Allí, ella y su amiga pidieron lo que quisieron. Comieron poco y dejaron mucho de lo que pidieron.
Luego fue a pagar la cuenta.
La cuenta le costó $45.00, ella dio $50.00 y le pidió al dueño del restaurante que se quedara con el cambio.
Esta incidencia podría haber parecido bastante normal al propietario, pero muy dolorosa para el pobre vendedor de huevos.
La cuestión es: ¿por qué siempre demostramos que tenemos el poder cuando compramos a los necesitados?
¿Y por qué nos volvemos generosos con aquellos que ni siquiera necesitan nuestra generosidad?
Mi padre solía comprar productos sencillos a la gente pobre a precios elevados, aunque no los necesitaba.
A veces incluso pagaba más por ellos.
Me preocupé por este acto y le pregunté ¿por qué lo hace?
Entonces mi padre respondió: “Es una caridad envuelta en dignidad, hija mía”.